«Josep Elías Bonells, Ángel Enrique Salvo Tierra y José Tito Rojo, configuran una estela de «faros» a los que habremos de seguir en su guía y pasión.» Juan Manuel Ruiz Cobos, Presidente de Amja.
Discurso recepción del premio IBN LUYUN. Palacio de Viana. Córdoba, 3 de mayo 2024. José Tito Rojo.
Ante todo, quiero manifestar mi agradecimiento por la concesión de este premio y la enorme satisfacción que me causa que haya sido dado por la asociación que agrupa a mi gente, a las empresas y profesionales que, desde los más diversos ámbitos, trabajan por la jardinería y el paisaje en mi tierra.
Desde hace tiempo crece entre nosotros la reivindicación de la más noble palabra que define nuestro oficio: jardinero. Yo soy jardinero. Hubo un tiempo, no muy lejano, en que era moda travestir nuestro trabajo con palabras que se consideraban con más “glamour”, paisajista, arquitectos del paisaje. No fue el nuestro el único caso, en el magisterio, la construcción, la enfermería, se buscaban términos de apariencia enfática que trataban de dignificar sus tareas. Yo siempre me he sentido y me he definido como jardinero. Y veo con placer como desde la página web de la AMJA se reivindica también esa palabra.
Desde que me dediqué a los jardines he usado para mi trabajo esa denominación, hago jardines, estudio jardines, restauro jardines, visito jardines. Igual que con la palabra jardinero ha ocurrido con la palabra jardín, con la creciente moda del paisaje se ha llegado a decir que los jardines son micro paisajes, como si eso les dotara de mayor relevancia, yo casi lo veo al contrario y me parecería más justo llamar a los paisajes construidos macrojardines.
Más allá de ensueños vestidos de sesudas reflexiones, lo que caracteriza al jardín es ser el lugar del bienestar y del placer en sus múltiples y amplios sentidos. Y ha sido así desde sus orígenes. Frente a una realidad difícil, frente a las servidumbres de la búsqueda de la supervivencia, el jardín es el ámbito de la tranquilidad y del disfrute. Desde los inicios de la Humanidad, desde el Neolítico.
Hace poco leí un bello trabajo de mi buen amigo Hervé Brunon, una breve historia del jardín publicada en la prestigiosa colección Que sais-je?, allí desvelaba cómo entre los estudiosos de la prehistoria crece la convicción de que el jardín no es una derivado de la agricultura, sino que al contrario el cultivo de los campos de cereales fue posible por el aprendizaje que supuso el cultivo de plantas en la cercanía de las viviendas, de manera que –usando el término jardín en su sentido más amplio, que incluye huertas y huertos– podríamos decir que fue la agricultura la que derivó de la jardinería, y no al contrario como se ha pensado hasta ahora. No sé si esa hipótesis de algunos prehistoriadores acabará por consolidarse, pero la simple duda me hace feliz porque no me resulta extraña y fortalece mi convicción de que el bienestar que causan los vegetales que plantamos es una necesidad que nos hace reconocernos como humanos. Somos una especie que siente como necesidad la búsqueda del placer. Y en ese concepto incluyo el placer estético.
Esa convicción personal ha justificado mi trayectoria. Me dediqué a los jardines muy tarde. Venía del mundo del arte, de la literatura. Fue un azar lo que cambió mi rumbo. Trabajaba en la editorial de la Universidad de Granada cuando gané un concurso para ir a lo que era entonces un perdido y olvidado centro universitario, el Carmen de la Victoria. Luego tuve la fortuna de ser, durante muchos años, su director. Cuando entré en él no lo conocía, no sabía lo que era. Aquel impacto, cuando crucé la puerta, fue mi caída del caballo, vi la luz como dicen que le pasó a San Pablo. Era un jardín abandonado, con parterres de setos casi irreconocibles, con pérgolas de hierro retorcidas que, de tan bajas, apenas permitían pasear bajo ellas. Pero como le pasó a Rusiñol con los jardines abandonados, su deterioro no disminuyó el impacto de su belleza, era una isla en el desierto, un mundo insólito, un planeta iluminado por un dios amable…
Pronto descubrí que entre las competencias de mi nuevo puesto de trabajo estaba el cuidado de ese jardín. Y comprendí que debía arreglarlo. Pero no sabía cómo se hacía eso. Y me dediqué a saber de jardines, a leer libros sobre ellos, a visitarlos, a aprender a mirarlos y preguntarles cómo vivían y por qué se hicieron.
Yo era botánico y estaba iniciando una tesis sobre la forma de crecimiento de las plantas de los pisos altos de vegetación de Sierra Nevada. Era un tema apasionante, pero decidí cambiar el objetivo de mi tesis y hacerla sobre restauración de jardines históricos. No fue fácil, hubo cierta resistencia de mis amigos del departamento que consideraban que un jardín tenía poco que ver con la botánica. No dejaban de tener razón, el jardín no es sólo botánica, es muchas cosas. Y en ese momento clave de mi trayectoria profesional tuve la fortuna de encontrar el apoyo de alguien que cambió mi vida, Manuel Casares. No sólo aceptó dirigir mi tesis, sino que se convirtió en mi compañero de pasión y de trabajo.
Debo decir que, si entrar en el Carmen de la Victoria significó descubrir los jardines, el magisterio de Manuel Casares significó saber cómo estudiarlos. Cuando comencé mi tesis me pidió que escribiera un inicio para discutir cómo podíamos enfocar el trabajo. Escribí veinte folios, yo que había ganado hacía poco un importante premio de poesía pensaba que él estaría entusiasmado con lo que iba a leer. En su generosidad y bonhomía comenzó alabándolo y diciendo que le había gustado mucho y acto seguido me devolvió las páginas con sus comentarios. Fue el nuevo deslumbramiento. Había decenas de correcciones en cada página: “esto de dónde sale”, “esto, ¿es tuyo o lo has leído en algún sitio?”, “esta afirmación es gratuita y no se apoya en ningún documento fiable” … Él venía de las ciencias puras y sabía que un estudio no se puede apoyar en bellas frases sino en la certeza que proporcionan los datos. Una actitud absolutamente diferente de lo que yo estaba acostumbrado a leer en los estudios de jardinería en donde con frecuencia una afirmación se daba por buena si sonaba bien, y donde los supuestos basados en un “a mí me parece” se convertían en ciencia y luego a base de ser repetidos una y otra vez acababan siendo lugares comunes que nadie ponía en duda.
Creo que aprendí la lección y desde entonces todos mis esfuerzos han estado destinados a hacerme preguntas y buscar respuestas, aceptando que muchas de esas preguntas son difíciles de contestar sobre todo cuando lo que miramos son jardines de pasados remotos que han dejado muy poca información. Frente a la invención de respuestas sin apoyo, prefiero reconocer que hay cosas que no sabemos, partes oscuras de la vida de un jardín que, en el fondo, para mí no desmerecen su valor, sino que le añaden un punto de misterio, un halo de incertidumbre que me gusta.
De forma paralela, siempre junto a Manuel Casares, me dediqué a la restauración de jardines y a hacer jardines. No se pueden restaurar jardines si no se sabe cómo se hacen, cómo se cuidan y cómo se transforman a lo largo del tiempo. Comenzamos restaurando el Carmen de la Victoria, el Jardín Botánico de la Universidad de Granada, el Carmen de los Mártires, luego vendrían otros.
Como puede verse al inicio el enfoque, tanto teórico como práctico, estaba centrado en jardines del siglo XIX; raro trabajando en una ciudad, Granada, famosa por tener jardines andalusíes que inauguran con justicia tantas y tantas historias de la jardinería. No debe sorprender, en nuestra ingenuidad de primerizos pensábamos que de los jardines de la Alhambra y el Generalife se sabía todo. Pronto descubrimos que, quitando tópicos, de los jardines de la Alhambra y el Generalife se sabía muy poco. El trabajo de archivo, el estudio profundo de los sitios, su arqueología, el estudio de pólenes del pasado, estaba ausente en los trabajos sobre los jardines de la Alhambra.
En mi tesis dedicaba unos apuntes a los jardines andalusíes de Granada. De resultas de eso el entonces director de la Alhambra me invitó a dar una conferencia con el título “Generalife desconocido”. Reconozco que el título era provocativo, pero créanme que era también acertado. Me dediqué a desmontar hipótesis muy repetidas aportando los datos que permitían hacer una lectura diferente de lo que había sido y de su evolución. La consecuencia es que se nos encargó el proyecto de restauración del Patio de la Acequia del Generalife y desde entonces gran parte de nuestro trabajo se dedicó a los jardines de al-Ándalus con muchas publicaciones, las más significativas de las cuales se recogieron en el libro “El jardín hispanomusulmán. Los jardines de al-Ándalus y su herencia”.
Desde entonces gran parte de mi trabajo teórico se ha dedicado a esos jardines. Y muy especialmente al estudio de la repercusión que tuvieron en la elaboración a principios del siglo XX de la idea –ensoñadora- de que había una tipología específica de jardines en España y que esa tipología derivaba directamente de los jardines de la Edad Media islámica. No nos engañemos, lo mismo pasó en Italia, en Francia o Inglaterra, por citar países de nuestro entorno. Cada país escogía un momento de esplendor de su pasado –digamos el Renacimiento en Italia (Boboli, por ejemplo) o el Barroco en Francia (Versalles) – y por los estudiosos se defendía que los jardines de ese pequeño fragmento temporal escogido eran los que reflejaban el espíritu de la nación, o, dicho con las palabras de entonces, no me lo estoy inventando, el sentimiento de la raza.
Esa idea ha predominado durante mucho tiempo y en gran medida todavía pervive. La fortuna me permitió, gracias a la generosidad de mi buena amiga y admirada maestra Carmen Añón, pasar a formar parte del Comité científico de la Fondazione Benetton Studi Ricerche, y de forma paralela pude organizar y participar con prestigiosas instituciones congresos y seminarios dedicados a buscar una visión más rica, más compleja de la historia de los jardines. La mayor satisfacción de mi vida de jardinero es que aquellas personas que yo admiraba cuando empezaba y que me parecían entonces lejanas e inalcanzables acabaron siendo mis amigos. El contacto con los mejores investigadores del jardín y del paisaje me ha permitido, me permite todavía, crecer personalmente y transmitir a especialistas y aficionados mi forma de ver los jardines.
La realidad no funciona de forma lineal, permítanme resumir diciendo que en mi visión del jardín no hay fronteras. La verdadera patria de un jardinero es el clima. Al-Ándalus no es sólo una derivada de los jardines omeyas de Damasco, hay en ellos herencia de la Roma clásica, prácticamente todos los tipos de patios de al-Ándalus tienen precedentes romanos, hay influencias de los jardines del norte de España y de Europa. Frente a la visión dominante que piensa que estaban formados por plantas autóctonas y aromáticas humildes como salvias, tomillos y romeros, lo que nos transmiten los textos y dibujos es que los componentes más frecuentes en los jardines de al-Ándalus eran los prados de hierba donde hacer tertulias y fiestas, y las arboledas para tener sombra y pasear. Es lo mismo que vemos en las miniaturas medievales de jardines europeos.
Pero al mismo tiempo los jardines del Renacimiento italiano no sólo fueron resultado del descubrimiento de la antigüedad clásica. En las cortes de los Gonzaga de Mantua, del Vaticano de los Borgia o en el Nápoles de Alfonso el Magnánimo, en los siglos XV y XVI, trabajan moriscos españoles de Valencia y de Aragón. El jardín de Poggio Reale en Nápoles, si no supiéramos que era obra de un arquitecto italiano, por su traza, parecería un jardín de al-Ándalus.
Y en la España de los Austrias los jardines tenían influencias islámicas tanto como influencias de los jardines de los Países Bajos o de las ficciones que podían leerse en los libros de caballerías.
Los jardineros y las plantas viajaban, las formas que se veían y gustaban era imitadas y transformadas en otros sitios. Lo mismo que ahora, nuestros jóvenes aprendices de paisajistas van a la Alhambra y la disfrutan con la misma intensidad con la que leen los libros de Gilles Clement. Entender el pasado y el presente de la jardinería como un riquísimo laberinto de conexiones es lo que hoy me interesa y me divierte.
Una de mis últimas realizaciones, la exposición que hice con la pintora Marite Martín Vivaldi en Granada, organizada por la Fundación pública el Legado Andalusí, por invitación de su directora, Concha de Santa Ana, que no por casualidad es apasionada amante de los jardines, buscaba transmitir esa visión. Todo es jardín y todos los jardines son nuestros. En la sala podíamos ver juntos recreaciones infográficas de jardines de al-Ándalus y juguetes de niño chico, una maravillosa pila califal de Córdoba junto a cuadros de Rusiñol y tebeos, postales de jardines de Europa y un disco francés de 1920 con una canción dedicada a la Alhambra junto a instrumentos agrícolas de la Granada nazarí. Naranjos, limones y arrayanes junto a antiguos tratados de jardinería y frente a la primera película con guion de la historia, que era –casualmente– de tema jardinero, “El regador regado”. Era un canto de amor al jardín. Una vez realizada la exposición, cuando volvía a verla de visita, como si no la hubiera hecho yo, me sentía en mi casa. Era, sin haberlo pretendido, mi retrato emocional. Yo amo los jardines de esa manera total: poesía, pintura, películas, libros, flores, tecnología, paseos, tierra, arquitectura, música… y amigos.
Perdonad si acabo con un tópico. Un jardín es un paraíso. Pero yo no veo en eso un símbolo transcendente. El paraíso es para mí una realidad mejor que esta que cotidianamente vivimos. La vida es dura, pero cuando entramos a pasear en un jardín no estamos esclavizados en tener que trabajar, no hay jefes que nos encarguen tareas ingratas, no hay noticias terribles ni gente que se enfrente en batallas encarnizadas. La realidad exterior existe, es cierto, y volveremos a ella cuando salgamos del jardín. Pero, durante el tiempo en que estamos en él, somos como príncipes.
Los que nos encontramos aquí en esta sala sabemos que esos sitios, esos momentos, son posibles gracias a que hay gente que se dedica a hacerlos y a cuidarlos regalándonos así ese milagro. Gente que trabaja para que todos puedan disfrutarlos y para hacer más saludables y amables nuestras ciudades. Es eso lo que hacéis vosotros. Es pues justo que me sienta halagado por un premio que me dan los profesionales que hacen paraísos en Andalucía, mis colegas.
Muchas gracias.